Me he caído de la cama.
Cuando un domingo una se levanta a las ocho de la mañana sin
razón como mínimo siente que está quebrantando alguna ley. Parece que el
domingo está hecho para vagabundear del sofá a la cama después de estar un par
de horas recreándose en un despertarse imposible, pero no soy capaz.
Supongo que ayuda el hecho de haber amanecido con el
cojín como única compañía, si no esta historia tendría otro principio, algo así
como : “Soy tan parte de la cama como de ti”…
Pero no, aquí una que se pasa el día acompañada ha elegido
dormir sola y su alarma interior le ha pegado un par de patadas demasiado
pronto.
Me he caído de la cama y he saltado a la calle, y la
ausencia de almas me ha dicho que es domingo y que estoy en La Latina, barrio
de resaca.
Qué silencio! Madrid se detiene
un poco, las persianas me dan la espalda y yo busco una cafetería.
Policía sí que hay, y como soy la única que se atreve a cruzar la calle me siguen
con la mirada, creo que no cuadro ni a la de tres en estos paisajes porque no tengo pinta de lianta con mi portátil
y libreta bajo el brazo.
Quizás mi búsqueda va a ser más
ardua de lo que imaginaba, parece que ninguna de las terrazas que conozco es
capaz de desplegarse para mí. Casi oigo a las sillas riéndose al verme pasar a esas horas y a las mesas plegadas preguntándome: “¿Dónde
vas, catalana?...¿Te has caído de la cama?”.
Sí, ostias, me he caído de la
cama, pero lo llevo bien, no me toquéis las narices.
Subo la calle Mayor y paso frente
al hombre del culo pelado que mira las ruinas. Estoy a punto de preguntarle a
la policía por ese tipo, pero enseguida me los imagino comentando entre ellos
la jugada cuando me aleje y me cohíbo, ya me lo contará de una forma más impersonal la Wikipedia o alguna página de historia de la ciudad.
Sigo caminando calle arriba, me
cruzo con una pareja de adolescentes, él enganchado a ella que se empieza a dar
cuenta de que se está llevando un pulpo baboso a casa.
Y aquí está la Plaza Mayor, qué
maravilla, ya empiezo a ver que no estoy sola en esto de transgredir las
costumbres domingueras de quedarse perreando en casa, no soy la única santa
aburrida que no está de resaca, pero sigo siendo la única friqui que va con un
netbook bajo el brazo.
Ahí están mis terracitas
abiertas, ya me siento un poco menos fracasada. Me meto debajo de los arcos y
decido dar la vuelta entera a la plaza para escoger punto de anclaje con café en mano. Me cruzo
con un friqui, ahora sí empiezo a sentirme parte de este mundo, él no lleva
portátil pero va trajeado y no sé qué es peor.
Y no sólo hay terrazas y friquis
sino paraditas de antiguallas y variedades múltiples de objetos que exponen
personas que sí que tienen hoy una razón para madrugar.
Sigo adelante y antes de sentarme
en la terraza elegida entro a pedir mi café con leche. El camarero está solo y
me responde de espaldas y con pocas ganas mientras coloca botellas de agua en
la nevera. Ya estaba pidiendo demasiado, una terraza abierta un domingo a las
ocho de la mañana con un camarero simpático…y con la Tuna cantándome las
mañanitas estaréis pensando, no?
Me llevo el café con leche de dos euros con setenta y cinco a la
mesa y disfruto de mi momento viendo despertarse a la ciudad que me tiene un
trozo de corazón robado.
Mido mi fortaleza y mi bienestar
en base a mi capacidad por esquivar el cigarro de después del café, me toreo el
mono y apuesto por tener una mañana lúcida, pues me quedan pocos días por estos
parajes y quiero tener el paladar limpio para saborearlos minuto a minuto.
Escribo y voy alzando la vista a
los que comen churros, al hombre del puro, a Felipe III y al camarero de la terraza de al lado cansado
de explicar a los guiris que si piden “coffee” tienen que especificar si es con
leche, cortado, capuccino…etc.
Termino y doy la media vuelta a
la media plaza que me quedaba por recorrer, sin poder detenerme demasiado en
las paradas de monedas y sellos porque cada vez que lo intento el vendedor y
los que le rodean me clavan la mirada de forma inquietante, supongo que llevo
demasiada poca ropa, los pantalones ceñidos y cortos y la pequeña camiseta de
tirantes me cubren lo justo para no ser denunciada por escándalo público pero
no lo suficiente para pasar desapercibida. Me recojo el pelo, a ver si eso
ayuda, pero no funciona y empieza a incomodarme demasiado la sensación de ser
como esas reliquias expuestas en las mesas que tengo delante donde todos clavan las miradas. Pensaba que si no me pongo los tacones esto no tenía porqué suceder, pero por suerte no es así, y vuelvo a medirme pero esta vez con los ojos hipnotizados de los vendedores.
Me deslizo por los pasillos
malolientes de debajo de los arcos y vuelvo a la calle Mayor, está bonito el
día, me duelen los ojos y pienso en la siesta que me voy a regalar para
curarlos un poco y pedirle perdón al domingo.
Recorro el puente de Segovia y
mientras miro las cristaleras y pienso en los que se rindieron allí por
completo me doy cuenta que mi cerebro está pensando en formato relato. Me
asusto un poco por la sensación de estar poseída por una especie de apuntador o
guionista. Me recuerdo a la tortuga Morla de la Historia Interminable y me digo
a mi misma: “-Estamos bien, eh, vieja!...quién lo diría con lo que hemos
sufrido…”.
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